martes, 18 de marzo de 2014

El semáforo - 1

En 1989 este cuento fue premiado y, pese a ello, permanece inédito. El náufrago lo ha repescado y quiere ofrecérselo a sus lectores. Lleva una cita que dice así:    
                                            Ni la física nuclear ni la electrónica
                                                                  p odrán nunca explicarnos por qué se llora por amor”.
                                                                                                                     E. Ory 
                                                                                                                                                                                 
            1
Siempre su mirada, desde aquella ventana de cristal ahumado, se dirigía incansablemente al semáforo del cruce, entre Carretas y Gran Vía. El semáforo colgante, con sus brazos de metal cansino, con su color ámbar-rojo-verde que se reflejaba en todos los atardeceres del invierno, con aquella niebla amarillenta y pegada a las ruedas de los coches como vaho intermitente.

El también echaba humo por la boca desde el rincón de una habitación desconocida. La ciudad había recobrado su murmullo y su ajetreo tras el íntimo tiempo veraniego y, como todos los días, aquel 12 de octubre amaneció con un cielo de algodón plomizo y un chirimiri húmedo que enfriaba los cuerpos de la calle. Somosierra comenzaba a lavar sus legañas con los primeros roces del calor de los primeros faros. A lo lejos, los picos ocres, como fantasmas previstos y compañeros, presidían todos los sueños de la ciudad. Se despertaba el día en el ancho ventanal, frente al mismo semáforo de tantos años. Siempre con el mismo trasiego por su paso, guardián del asfalto y de las nubes, el semáforo hablaba:
Empieza otro día anónimo, otra fatiga, otro cantar y otro beso probablemente perdido. Me visitará la niña Lupi con su bufanda verde y tendré que darle fuego otra vez al pelmazo del tío “Picúo”. Badina me guiñará a escondidas para que no la vea el novio, y yo le mandaré ese clavel rojo que a ella tanto le gusta.
          -            Cuidado! Deprisa, despacio! Deprisa, despacio! Deprisaaaa...!.
Adiós, hasta mañana, suspenso en química, el tío cabrón, dame fuego, siento lo de tu padre, Merce está como un tren, ¿en las rebajas?, hay huelga mañana, para postre natillas, tendré que vacunarme de nuevo... si, ya, oye, vale, bueno, … espera!, nos veremos luego... cusapitukawani.

Era el semáforo un lugar de encuentro, una cita necesaria y una parada obligada. Mirada y semáforo, ojo y color, hombre y máquina. Con el despertar de los gallos una masa de cuerpos se cruzaba en el mismo sitio, se miraba por un momento, se rozaba sin conocerse, a la misma hora y de la misma manera. Aquella señora del perrito caniche, el militar con su carpeta negra, los chicos del colegio y el balón de goma, la vieja “Quejica” con su reuma a cuestas y... ¡cómo no!... la niña Lupi, el tío “Picúo” y Badina... Todos esperaban la voz del semáforo que los pondría mecánicamente a andar.
Entre aquel cruce de Carretas y Gran Vía discurría también la vida de aquel hombre solitario, como un pedro páramo en Comala.       (continuará…)

1 comentario:

  1. Muy bueno... Rafael. A la espera de la segunda parte estamos.

    Te lo tomamos prestado para una saga de "Historias de semáforo" (con fotografías propias, que empecé hace unos meses)

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