sábado, 28 de septiembre de 2013

De calostros y quesos

Mediodía. A la hora del ángelus. Cuando el tiempo te atrapa con el sol del otoño candeal y liviano, un suspiro de mimbre se te mete entre pecho y espalda. La gente en su vaivén te desconoce y el trajinar del pueblo se atasca en las aceras. Entonces. Es septiembre una espera -continua y sucesiva- de valorar la siembra a la luz de la cosecha. Mes de uva y membrillo, de los santos mateos otoñados por un viento de feria, que te invita a esconderte en los primeros pliegues de la cama. El campo está fundido en un paisaje que comienza a poblarse de amarillos. Sobre todo en la blanca Ermita Nueva, la ciudad de los pestiños. Aquí. Y es que –últimamente- al náufrago le ha dado por lo agropecuario. Monacal en la soledad herida de los libros y de los versos, se decide a olisquear otros humos y otros lares. A la vejez, viruelas. Fue que vino la Sra. Delegada del Gobierno de Andalucía, doña Puri, a rastrear viejos asuntos con los aires cambiados de los nuevos tiempos. ¡A soñar de nuevo!, se oyó en el faro de Rocadura. Y una nota subrayada en su agenda: la quesería de la Sierra Sur. No conocía el náufrago esas tareas tan cortijeras del calostro y del queserío, así que -velozmente curioso- enfiló el camino de esos parajes tan aldeanos. Porque llega un momento en que el aprendizaje se hace urgente por si la muerte te agarra los talones. Así que vio las dependencias artesanales llenas de leche, olor a queso, blanco en lo blanco, cabras y ovejas adivinadas en los pastales de otras tierras. Y recordó los calostros. Aquellos calostros de la calle Los Caños, como primera leche de todas las leches, la leche embarazada, serosa y amarilla, pegajosa y densa, como un chicle líquido o un yogur sediento. Aquellos calostros como primera toma del crecimiento de la postguerra. Con ese gusto amamantado, tan rico entonces, que aún conserva la huella original de la pobreza. Aquellos años del hambre cuando el calostro, a falta de leche, era el manjar oscuro de la tarde que había que calentarlos tres “hervuras” para ahuyentar las bacterias y los hongos siempre al acecho. Y el náufrago recordaba las cabras por las calles, con el cabrero aterido por los sabañones de los días helados de diciembre. Una estampa desconocida hoy en día, achicada en esa memoria del olvido que es la historia inacabada. Ahora, que tanto se habla de inmunización pasiva, el náufrago dibuja en la Goleta un verso dedicado al calostro, como un piropo herido. Ojo a las alergias, diarreas y vómitos, se dice, como si esos alimentos de lata del progreso consumista no fueran más peligrosos. La vieja escena en la cocina de la leche de cabra ardiendo viva, mientras los picatostes te devoraban el hambre. Como las oscuras golondrina de Bécquer, ya no volverán. Y luego el queso, leche cuajada por humedales mohosos, regalo de dioses para los griegos, sabores vivos de distintas natas, añejos o curados, grasa y textura de leche vieja. Esta es la estampa -calostro y queso- que el náufrago os escribe en la víspera de san Miguel, patrón de Armilla, pero que tiene más cojones que el de Churriana. Desde la sola soledad de la Goleta.

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