lunes, 4 de febrero de 2013

El pezón de la sirena

No es cierto que la sirena tenga torso de mujer y cuerpo de pez. Tampoco vale atribuirle  a cualquier pitido o vibración de los cuerpos sonoros la cualidad de “cantos de sirena”. El náufrago sabe que la sirena tiene un cuerpo de ave y que su vuelo de pájaro loco distraía a los navegantes y los desviaba de su rumbo, cuando en los grandes periplos de la historia, los cánticos de las ninfas se propagaban a través de las olas espumosas.
Una antigua leyenda cuenta que esos cánticos no salían de la boca de la sirena sino de su pezón. Primero fueron los reptiles y después los humanoides los que, invitados por su canto, se acercaban a la sirena y chupaban la areola con avidez hasta que los fondos marinos eran regados por la leche de sus pechos. Así nacieron los primeros peces. Poco a poco el pezón de la sirena se convirtió en el centro de la geografía marina y en el punto de encuentro de la cita amorosa. 
Esta historia, verdadera y hermosa, la sabe el náufrago por una crónica antigua, cuando el mar de los fenicios aún no se había instalado en las riberas de las aguas inmutables. Fue un día de invierno,  de corales y piélagos en calma, mientras  preparaba el faro de Rocadura para los fríos de la Goleta. Intentaba encajar el pértigo de la barquilla para que pudiera atarse con el yugo, cuando le vino a la memoria aquella crónica del pezón de la sirena.
            En la barca de Poli // dicen que hay
               una sirenita // caray, caray.
Cada primer viernes de mes, la sirena aparecía ofreciendo su pezón, lozano y victorioso,  como aquella manzana del Paraíso. Y así fueron concentrándose hombres y mujeres en cada cita mensual. Con el tiempo -allí reunidos- empezaron a conocerse y a gustarse, mientras el pezón de la aparecida sirena los invitaba al baile del cimbreo y de la tribu. Un poco más y se juntaron sus cuerpos salvajemente limpios hasta que descubrieron que el sexo era bello, original y cosmético.
El náufrago se imagina que, en el principio del hombre, éste acostumbraba a andar encorvado y a saltos, como un animal primerizo.  Los humanos aún no conocían el sexo como felicidad y sabiduría -como ágape- pues el acto sexual sólo era una obligada y penosa tarea necesaria para colmar el instinto de la especie. Así pasaron millones de años. Los machos se apareaban con las hembras siguiendo un rito animal común a todos los mamíferos.
El náufrago se imagina también la aparición de la sirena con su pezón lascivo y eréctil, aureolado y címbrico, como el de un limón superlativo.  El homo sapiens se dio cuenta de que esa aparición, al principio virginal e inocente, se iba convirtiendo en un lubricante gozoso y beatífico.  Y también notó que, al contemplar el pezón, la vida humana perdía su rigidez de piedra y adquiría la felicidad del orgasmo. El mito de Medusa se había convertido en el mito de Eros.
Algunos (muchos) no creen esta historia. Son los violadores y los machos sin capacheta, esos verracos mamporreros, homínidoss reptiles que culebrean por oteros y dunas hasta que consiguen una presa para su bragueta …como anacondas de furiosa furia. Pero el náufrago cree en esta crónica. Por eso le gusta lamer el pezón de la sirena … hasta inflarse de la savia de la vida.
Esta parece ser en realidad la historia del Paraíso.  La sirena fue tomando cuerpo de árbol y su pezón se convirtió en manzana, la fruta ofrecida por la serpiente.  Macho y hembra se sintieron desnudos y, desde entonces, cada vez que los Adanes y Evas se aparean, recrean el mito del árbol del bien y del mal. Pero no fue la manzana, fue el pezón de la sirena.
Ocurrió en el día sexto de la creación. Y vio Dios que era bueno

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