domingo, 26 de agosto de 2012

Crónicas del mar

Cuando oscurece en la Goleta, las sombras de la noche invaden la pequeña cabaña del náufrago y éste se acojona. Nada hay que dé más miedo que la negritud del mar. La placidez y el lirismo de los celestes en las aguas del claro día se tornan amenazadores hechizos en la oscuridad de la noche. Al náufrago le llegan turbios presagios de tiburones posibles, piratas dislocados o sueños infernales. La noche y el mar forman una pareja diabólica y, entonces, aparecen los náufragos sonámbulos poniéndose al acecho e imaginando escenas tenebrosas. Os contaré dos crónicas de los últimos sucesos.

La primera ocurrió anoche, después de un día espléndido subido al cocotero, deshilachando redes y pintando de colores las acariciadas olas de Rocadura, mientras

el náufrago real dormía,

despertaron los “otros” náufragos y organizaron una bacanal entre sirenas y demonios

con sus danzas fálicas y sus rezos tribales. Cuando el verdadero náufrago

despertó

-o sea, yo- , me encontré los restos de un banquete antropófago al lado de mi tálamo

y en

mi cuerpo podía descubrir todas las heridas de la orgía. Poco después llegaba

el carabinero del Helesponto, y tras prestarme declaración, he sido condenado a

galeras durante tres noches y a comerme los restos fálicos del banquete.

Y la segunda sé que no me la vais a creer, pero que me quede aquí pegado

como un chicharrón si es mentira. Hoy, al atardecer, me ha visitado en la Goleta

el santo Custodio, ese cateto curandero de la Sierra Sur, pidiéndome su

canonización. Empezó echándome

piropos y poniéndome por las nubes para aligerar mi voluntad a favor de su

causa. Me

llegó a decir que “dada mi fuerte influencia con Ratzinger, el Papa, a ver si

puedo echarle

una mano”.  Me prometió a cambio que, si lo consigo, el me garantiza que

Cultura va a

salir en el Diario Jaén. No me pude resistir a tan favorable cambio.

 

martes, 21 de agosto de 2012

Verano 2012

Llegaron aquel día muchos mirones a la Goleta, cuando el calor de agosto encharcaba las pacificas rocas del Mare Nostrum. De vez en cuando ocurrían estas invasiones de humanoides en las frías aguas de Rocadura, ese acantilado vigía que el náufrago usaba de catalejo. En este verano 2012, en la isla sólo anidan ya algunas águilas babosas que,  en los días de tormenta, cuando el crujir eléctrico del rayo ilumina el lejano Helesponto, hacen círculos concéntricos en las pálidas aguas de la isla al amparo de la Gran Medusa.
 Entonces aparece el almirante Nelson, un viejo amigo de los tiempos de Lisboa, recordándole aquella Casa dos vinos, en donde empinaban codos con andaluces bohemios. El náufrago no sabe por qué se le ha venido aquel recuerdo tan lejano ya en este verano del 2012. Fueron días a cuerpo limpio y con más trapío que los de ahora, cuando leyeron versos con Saramago, justo cuando aquella Guerra del Golfo recogía sus cadáveres.
¿Volvería alguna vez aquella bohemia de calor de aire y lentitud de tiempo? Se nos han ido muchas cosas, le decía el náufrago a Nelson. La bohemia se nos fue. Como la intelectualidad. Como la ­ética. Como el compromiso. Como la lírica. Y sólo nos queda el malditismo, que diría algún bendito.
Allá arriba, cuando la luna riela en el mar y las gaviotas procrean entre las arenas, salen a veces de las sombras versos rimados con sabor a uvas, escritos a plumilla y siempre con una caligrafía gótica, como si vinieran de un tiempo muy lejano, arrastrados por el viento de los siglos, porque “quizás haya siempre un poeta en la raíz del mundo”.
Tiene la Goleta una cala secreta en donde el náufrago hace manitas con la aurora y- al amanecer- las gotas de esperma virgen aún tiritan en el azul negrifundo de la playa. “Negrifundo”, le gustaba aquella palabra que acababa de inventarse, negro profundo. La negritud de la cala probablemente sea el único rincón inocente que queda en este mundo amorosamente viejo, en este mundo de renglones torcidos. Porque piensa el náufrago que vivimos tiempos artificiales, arrimados a todas las movidas, consumidos por el consumo y violados por una economía de martillo.

viernes, 17 de agosto de 2012

Sobre el dolor y los sueños

A Chavela Vargas, “una dama de poncho rojo, pelo de plata y carne morena, mestiza ardiente de lengua libre, raza valiente de piel de tigre, como de rayo de luna llena”.

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Ayer estuve en la Casa de la Cultura de Málaga con Victoria, mi mujer, oyendo una conferencia sobre el dolor. La tesis más sugestiva para el Dr. Gorostiza es aquella que lo justifica como catarsis. El dolor sería algo así como una medicina con poder curativo, el pago por algún mal hecho o la factura exigida por el síntoma de una enfermedad.  El náufrago piensa que esta teoría  puede ser válida sin duda para el dolor físico.  Pero hay otro tipo de dolor, provocado por un fallo grave de un compromiso, de  una ética o de una conducta inaceptable; también por la idea de fracaso, desengaño o falta de ilusiones. Es el dolor del malvado, del derrotado o del abúlico. En este caso hay un misticismo negativo que todo lo paladea, con ese sabor cotidiano de los días inconfesables.
El dolor sería, pues, una especie de ajuste de cuentas de la conciencia que te declara culpable y que, pasado el tiempo, puede desembocar en el lavado de tu propia conciencia, que te devuelve de nuevo la confianza en ti mismo y te da otra oportunidad para volver a ser una persona de fiar. Se recuperan entonces los mismos deseos de antes y las mismas ganas. Se redime el pasado -eso es el perdón- y comienza una etapa nueva. En un animado coloquio, el náufrago comentaba con el conferenciante estos y otros detalles.
Ya de vuelta, en la Goleta, teniendo la luna por testigo y el mar como pareja, Victoria y yo hablamos de ello. Y coincidíamos en casi todo, menos en la redención de la pena. Para ella, los buenos recuerdos -el pasado- se borran, al mismo tiempo que se cierran  los proyectos -el futuro- y sólo se nos queda el dolor -el presente- como la única señal de que vivimos.  Yo en cambio pienso que cada uno tiene su historia,  y ésa está ahí… para bien y para mal. Es cada persona la que le da al dolor un sentido u otro, según su deseo y sus ganas y, aunque el sufrimiento siempre es triste, también es signo de vida … humana. Porque somos humanos y por eso nos equivocamos.
Cuando Neruda dice que “para vivir he nacido”, está reconociendo ese sufrir del hombre que Heidegger define como “ser arrojado al mundo”. Yo también sufro implica que yo también siento, es decir, que yo también vivo. Es, tal vez, el indicio más evidente del alma sensitiva.
A veces nos gustaría ofrecer la alegría a todos los que queremos, pero eso no sólo no es posible siempre, sino que escapa a nuestra voluntad. Y esa impotencia se convierte en dolor. Lentamente, paso a paso, descubrimos y aceptamos nuestros errores, pedimos perdón por ello, intentamos  reemplazarlos … pero el tiempo ya no lo permite. Porque el dolor y el sufrimiento es -ante todo- tiempo, o sea, memoria.
No hay peor dolor que el de los sueños rotos. Nos lo cantaba fantásticamente Chavela Vargas. “Por el bulevar de los sueños rotos // pasan de largo los terremotos//.
Y la respuesta ha de ser siempre generosa para que “las amarguras ya no sean amargas”. Nadie como Chavela supo de dolor y de sueños. Sus canciones son un canto a la vida, desde el abismo.

jueves, 9 de agosto de 2012

Desde el Rosalejo

A veces el náufrago sale de la Goleta y cambia el paisaje de espuma de la Rocadura por el agrietado campo del Rosalejo. Sus pies desnudos se cubren con la sandalia beduina y su taparrabos se convierte en bombacho de hilo. Conduce Alolive, conocedor de todos esos parajes y andurriales presididos por los cerros de la Mercé, el Tablero y Juanil. Nos dirigimos a la finca de Peme-Erre y, como señor terrateniente de haciendas agrícolas, enhebra un cálido verbo que describe con precisión y fuego: “todo esto es mío”.
El náufrago es de los pocos alcalaínos que no tienen ni un olivo y como hombre de mar no conoce la lenta y mimosa tarea del anónimo agricultor que –silenciosamente- escarba las entrañas de la tierra para hacer de ella lugar de sementera. Por eso observa el artesano riego dado por Alolive, el gran maestro de la agricultura. Lo hace con la suavidad de una mano enamorada, como si acariciara las secas raíces de los terrones, sabiendo que cada gota engendrará la semilla nueva, como el esperma de los elefantes.