viernes, 17 de agosto de 2012

Sobre el dolor y los sueños

A Chavela Vargas, “una dama de poncho rojo, pelo de plata y carne morena, mestiza ardiente de lengua libre, raza valiente de piel de tigre, como de rayo de luna llena”.

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Ayer estuve en la Casa de la Cultura de Málaga con Victoria, mi mujer, oyendo una conferencia sobre el dolor. La tesis más sugestiva para el Dr. Gorostiza es aquella que lo justifica como catarsis. El dolor sería algo así como una medicina con poder curativo, el pago por algún mal hecho o la factura exigida por el síntoma de una enfermedad.  El náufrago piensa que esta teoría  puede ser válida sin duda para el dolor físico.  Pero hay otro tipo de dolor, provocado por un fallo grave de un compromiso, de  una ética o de una conducta inaceptable; también por la idea de fracaso, desengaño o falta de ilusiones. Es el dolor del malvado, del derrotado o del abúlico. En este caso hay un misticismo negativo que todo lo paladea, con ese sabor cotidiano de los días inconfesables.
El dolor sería, pues, una especie de ajuste de cuentas de la conciencia que te declara culpable y que, pasado el tiempo, puede desembocar en el lavado de tu propia conciencia, que te devuelve de nuevo la confianza en ti mismo y te da otra oportunidad para volver a ser una persona de fiar. Se recuperan entonces los mismos deseos de antes y las mismas ganas. Se redime el pasado -eso es el perdón- y comienza una etapa nueva. En un animado coloquio, el náufrago comentaba con el conferenciante estos y otros detalles.
Ya de vuelta, en la Goleta, teniendo la luna por testigo y el mar como pareja, Victoria y yo hablamos de ello. Y coincidíamos en casi todo, menos en la redención de la pena. Para ella, los buenos recuerdos -el pasado- se borran, al mismo tiempo que se cierran  los proyectos -el futuro- y sólo se nos queda el dolor -el presente- como la única señal de que vivimos.  Yo en cambio pienso que cada uno tiene su historia,  y ésa está ahí… para bien y para mal. Es cada persona la que le da al dolor un sentido u otro, según su deseo y sus ganas y, aunque el sufrimiento siempre es triste, también es signo de vida … humana. Porque somos humanos y por eso nos equivocamos.
Cuando Neruda dice que “para vivir he nacido”, está reconociendo ese sufrir del hombre que Heidegger define como “ser arrojado al mundo”. Yo también sufro implica que yo también siento, es decir, que yo también vivo. Es, tal vez, el indicio más evidente del alma sensitiva.
A veces nos gustaría ofrecer la alegría a todos los que queremos, pero eso no sólo no es posible siempre, sino que escapa a nuestra voluntad. Y esa impotencia se convierte en dolor. Lentamente, paso a paso, descubrimos y aceptamos nuestros errores, pedimos perdón por ello, intentamos  reemplazarlos … pero el tiempo ya no lo permite. Porque el dolor y el sufrimiento es -ante todo- tiempo, o sea, memoria.
No hay peor dolor que el de los sueños rotos. Nos lo cantaba fantásticamente Chavela Vargas. “Por el bulevar de los sueños rotos // pasan de largo los terremotos//.
Y la respuesta ha de ser siempre generosa para que “las amarguras ya no sean amargas”. Nadie como Chavela supo de dolor y de sueños. Sus canciones son un canto a la vida, desde el abismo.


            Si la redención no se produce, entonces sólo queda la asfixia de cada día, el eterno retorno del pasado, el vacío del mañana. ¿Cómo esperar a Godot si Godot no existe? Y es esa falta de esperanza la que recrea cada día un dolor invencible. Es cuando el sonido de las sombras nos traen su voces grabadas y cuando cada huella del pasado nos dibuja la larga ausencia de los días. Entonces el tiempo y la voluntad anuncian su despedida… que es el morir.
            Por eso Victoria y yo lo pasamos tan bien en una noche inolvidable, oyendo la canción del bulevar de los sueños rotos, esa que canta Sabina y la escribe un tal José Alfredo.

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