El semáforo se encogía de hombros cada vez que el tío “Picúo” le
sacaba la lengua y blandía su azada como amenaza impotente. Con su risa
electrónica parecía un enorme compás desnivelado en contraste con la débil
figura del abuelo.
Fue
el hombre misterioso quien vio al tío “Picúo” llorar con sus macetas aquel día
doce de enero. En el mismo instante en que el semáforo, metálico y soberbio,
lucía una bola de ámbar en su ojo ciclópeo.
Ni
la física nuclear ni los computadores sabrán nunca por qué se llora por amor,
ni por qué la
niña
Lupi dejó tirada su bufanda verde en aquel semáforo ni podrán entender los
murmullos mascullados del agónico tío “Picúo”.
Aquel doce de enero, el hombre
misterioso escribiría otra página íntima con el fuerte dolor de cabeza que se
le presentaba cada vez que miraba el cruce del semáforo... el cruce de los
paseantes anónimos... el cruce de la incomunicación urbana... el cruce de la
máquina eléctrica que no tenía bufanda verde, ni arrugas picúas, ni rojos besos
en los pezones de alguien.
La gente -siempre la gente- siguiendo aquel cocodrilo de metal con sus
manos en los bolsillos y sus miradas encorvadas ante el vigilante semáforo ¿A
quiénes interesaban sus soledades, sus frustraciones y sus suspiros?. Monigotes
del semáforo, parecían figuras de guiñol amaestradas por la luz verde-ámbar de
su ojo ciclópeo.
El semáforo sólo era dominado por el hombre misterioso de aquella
habitación vacía. Y todas las mañanas, con el despertar de los gallos, aquel
hombre le increpaba desde su ahumado ventanal con un monólogo parecido a éste:
“Te enseñaré un día
mis heridas, armatoste presumido, y sustituiré tus cables por las yemas de mis
dedos. Tu silueta de aluminio ha derribado al olmo viejo y ya sólo te alimenta
el olor a crisantemos y el semen podrido
de tus venas metálicas. A paso lento, sonámbulo tal vez, ahogaré tu voz de
soprano con el eco de la nana de la niña Lupi, desde este parabrisas al que
nunca llegarás con tus responsos. No seré nunca tu cómplice de cera ni me
pondré la careta que me exiges. El hombre no es un instrumento, ¡entérate,
cocodrilo viejo!, pues siempre preferiré el cansado sudor del tío “Picúo” al
olor alquitrán de tu barriga.
- ¡Tonterías!,
exclamaba el
semáforo con su vozarrón de lata.
Verde, sigue lloviendo, un peatón vomita, aquellos
locos de mi pueblo, caricia vegetal, rojo, ¡progreso!, un lagarto en el
trasluz, sangre derramada, cortijos blancos, imanes del asfalto, ámbar -siempre
ámbar- risa de Lupi, otra vez verde, plaza arriba, domingo de carnaval,
metálicos quejíos, luz de neón en los grandes almacenes, rojo, cantos de cisne,
orgasmo inacabado de mujer, cestas de la compra, tacones ámbar -siempre ámbar-
fresas rojas en la piel del tío “Picúo”, verdes-verdes-verdes.
Aquel día, sin embargo...
Cuentan las crónicas que, todos los
doce de octubre, el semáforo de Arabial toma la forma de un hombre misterioso y
su ojo ciclópeo se vuelve todo blanco, como un musgo nevado de la Nevada Sierra. Y
cuando esto ocurre, los transeúntes se quedan parados automáticamente, como
estatuas de piedra. Yo los he visto.
Fin
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