El hombre solitario la observaba todas las tardes con el ojo
gigantesco de sus prismáticos. Recuerda una mirada de ella al atardecer de ese
día 12 de octubre; recuerda un pisotón suave en el cruce de cebra; recuerda una
lenta disculpa tartamuda; recuerda un cosquilleo en la piel cuando aquel aroma
de mujer llegó hasta la habitación vacía... ¡Recuerda tantas cosas aquel
hombre!
Ahora estaba allí en la acera de siempre. Juventud del semáforo rojo,
bulliciosa y alegre, entre el silencio de su ventana y todos los tacones
anónimos de aquellas señoras con sus cestos de la compra. Roja su juventud en
el rojo semáforo de la tarde. Como siempre, eufórica. Como siempre, joven.
Aquel doce de octubre la vega de Somosierra se había vestido de un
rosado larguirucho. El hombre misterioso entreabrió la ventana y los visillos.
Fue el momento en que el gran semáforo rojo empezó a silbar un extraño pitido
de campana ronca.
- ¿Qué
querías con tu prisa? ¿Por qué se paró
tu señal de fuego?
- ¡Calla, semáforo, tu letanía de sombras!
La
voz del semáforo le hizo bajar su mirada hacia el asfalto. Entonces comprendió
que la vida feliz de la niña Lupi se había ido en un soplo. En aquella estación
del cruce viejo, el semáforo rojo se vistió de luto. Hoy descansa la vida entre
sus guiños.
Eran
los últimos cuidados que el tío “Picúo” daba a su pequeño huerto de la
infancia. También sería la última cosecha arrancada a un trocito de vega
familiar y artesana. Dos grandísimas excavadoras empezaban a roturar aquella
tierra fértil entre Purchil y Las Gabias. El tío “Picúo” llevaba tiempo dándole
vueltas a su cabeza, y mascullaba un refrán incomprensible.
¿A quién se le habría ocurrido poner allí unos grandes almacenes?
¿Qué
haría él, ahora, sin la cita con sus calabacines ámbar, con sus tomates ámbar,
con sus melones ámbar? ¿Qué haría él sin la niña Lupi?
Toda su vida dedicada al laboreo amoroso de su tierra, compañera y
amiga de los pequeños momentos llenos de felicidad heredada; toda su vida
entregada al diálogo directo con los terrones regados a duras penas; toda su
vida degustando el cigarrillo a media mañana con el sol -todo ámbar- de las
tardes.
Y ámbar había sido la dura jornada aquel doce de enero. El tío “Picúo”
recuerda muy bien cuando colocaron aquel gran semáforo del cruce.
Siete troncos de vida, siete arroyos en la arruga del olivo herido.
Siete bronces de ámbar, siete palas, siete veces setenta girasoles.
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