Conforme enfilas para el monte herido de Montefrío, el
amanecer se clarea entre los pardos olivares y los agrisados ocres de las
cunetas. El sol acaba de asomar su corona amarillada por el rosicler del alba.
El bello Suzuki platea por estos campos … campos … campos. Y entre los olivos
-machadianamente- los cortijos blancos.
El náufrago se acerca a la Venta de los Agramaderos, una aldea alcalaína que
lo acogerá con motivo de las elecciones europeas.
Desde el faro de Rocadura, el náufrago ve este paisaje como
cordillera perdida en cada uno de los cerros de la tramontana. Y ahora, sin el
aire de las alturas, a ras del suelo, parece un inmenso patio-corral de una
belleza algo misteriosa que lo envuelve en un bucolismo dominguero. ¡Qué bello
es el reír de la primavera en estos parajes de los agramaderos!
El náufrago no cree que el enano de la venta sea de aquí,
aunque bien pudiera haberse transformado en un diablo que juega al escondite
con las alimañas por los roquedales.
Es domingo y la iglesia permanece cerrada. Según le
informan, sólo hay misa un domingo sí, otro no, y éste no toca. ¡Faltan curas!,
dicen.
Lenta mañana. Son las 12, la hora del ángelus, y sólo han
votado 14 de un censo de 153.
Antes esto era una bulla, le dice don Pedro, el alcalde
pedáneo de la aldea, pero ahora estamos sólo unos cuantos viejos apegados a
nuestra cuna cortijera. “¡Ojalá no tengan que volver los que se fueron!,
termina diciendo con la voz grave y la firmeza pensativa que se forja en la
soledad de estas piedras.
El náufrago ha cogido papel y lápiz para escribir algo y
matar los tiempos muertos de la jornada. Son muchas horas para tan poca tarea.
Los “civiles” han venido ya tres veces a ver si va todo bien. ¿Cómo todo? ¿Qué
es todo? Hablar de “todo” en donde no hay “nada”, he aquí la retórica vacía del
lenguaje.
Don Pedro ha puesto un salchichón casero para hacer boca y
-efectivamente- hemos hecho boca. Boca y panza. Ahora está preparando un arroz
“cardoso”, mientras la tranquilidad, el paisaje y la chimenea se divierten
mansamente y, distraídas, seducen a Carolo, un perro de ojos azules que
juguetea con la brisa de la mañana.
Es la primera vez que el náufrago viene aquí. Está
disfrutando el suave día y -ahora- cuando escribe esta página- fuma un
cigarrillo y oye “tú eres la noche, esposa”, el poema de M. Hernández cantado
por Serrat. Ha entrado en un nirvana vegetativo que lo acerca a la paz labriega
de estas tierras, anticipo tal vez de san-millán. Entra una luz amarilla y
soleada entre las rendijas de las persianas y un rayo de penumbra vieja lo
adormece entre el brillo luminar del fuego y el solitario pensar de sus
“adentros”.
Por eso ha querido dejarlo escrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario