Entonces el náufrago divisa toda la orografía alcalaína, frente a frente, como un documental siempre vivo y siempre nuevo -siempre íntimo- a pesar del gran ventanal que le descubre los alineados cerros sobre el horizonte azul o gris, a veces verde o celeste, otras marrón o plomo duro.
Antonio López, un hombre de fuego y oro, conoce palmo a palmo las tímidas colinas, porque fueron holladas por su paso lento y mimoso, como un pichón adormilado. Él da los nombres de aquella cordillera y el náufrago elige los adjetivos. Iniciado en los Cipreses, se sucede un paisaje de sucesivos momentos crepusculares: la lentitud suave del Camello, el trapecio solemne de Parapanda, el quebrado y frágil Juanil, las levemente dormidas Conejeras, la Dehesilla -almenarada y sinuosa-, junto a la vaguada y femenina Cañá del Membrillo, para rematar con el chulesco y encamado cerro de Roagüevos, ya lindando con la Mota … Y al otro lado, la vieja Acamuña con sus canas relamidas.
Este es el verde paisaje de los días, perfilado en un horizonte que dibuja el rayo en la tormenta, que describe el plomo denso de la nube, que proyecta la gran mancha amarilla del endiosado sol y que refleja los intensos fantasmas de las noches oscuras. Este es el paisaje que anuncia los distintos colores de los atardeceres, como un atlas de callados misterios.
El náufrago se ha hecho su amigo y su confidente, su leal compañero, desde que todos los días, cuando no está en la Goleta, lo vigila desde el cuarto be número quince de la Europe Avenue.
Montes alcalaínos,de flora mediterranea ycultivo de Minerva, que desembocan en el cerrillo de los Caballeros, como si presagieran el Thanatos.
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